miércoles, 5 de diciembre de 2018

Crónica de un indeciso

Advertencias: querido lector, este cuento (como usted) tiene sus particularidades. Por eso requiere de ciertas sugerencias. 1- el desenlace está al comienzo. Porque, tanto usted como yo, amamos más la trama que el desenlace. Además es una forma práctica de evitar spoilers. 2- Notará que el tiempo del cuento es ciertamente cíclico, al punto que si lo relee varias veces pensará que es eterno, entonces ¿tiene sentido hablar de inicio, desarrollo y cierre? 3-Hay algunos comentario del autor, que sirven para hacerlo cómplice y así evitar la soledad literaria. Sin más que decir puede leerlo en paz.
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“Sólo existió un ser que entendía mi pintura. Mientras tanto, estos cuadros deben de confirmarlos cada vez más en su estúpido punto de vista. Y los muros de este infierno serán, así, cada día más herméticos”.

Al cerrar el libro pensó en su vida. Ir y venir, correr de aquí para allá, al fin y al cabo… ¿hacia dónde? -Dijo en voz alta y falleció sentado en aquel viejo sillón.

Nunca pensó que un libro lo pudiera conmover. Llegó a él de casualidad, cuando una tarde de octubre decidió quemar los diarios viejos del depósito. Mientras apilaba la basura algo se le escurrió del montón y cayó, era un libro viejo, que parecía querer escaparse del fuego inquisidor. Dudó si volverlo apilar o apartarlo. Finalmente lo dejó en el suelo y se fue…Hizo tres veces el mismo camino, cargaba los diarios y avivaba el fuego. Al terminar, cerró el depósito y se fue a duchar.
 –Espero que no se molesten los vecinos- pensó en voz alta. A veces hablaba consigo mismo para engañar la soledad. La casa nunca había sido bulliciosa, su madre era una persona tranquila, de pocas palabras. Ambos vivían muy cómodos, sin molestarse demasiado. Ella había muerto hace un tiempo y desde entonces los silencios habitaban aquel lugar.
Cenó un huevo frito, apagó la radio y se fue a dormir. Puso el despertador a las mismas 6:30 de todos los días, acomodó la almohada y se acostó. La habitación quedó a oscuras. Una negrura recóndita confundía a su razón, la oscuridad hacía que fuera indistinto tener sus párpados abiertos o cerrados. La vigilia se agudizaba y poco a poco se transformaba en insomnio. Empezó a pensar en lo que había hecho durante el día. Sus recuerdos empezaron a ser más profundos y fijaba sus pensamientos en detalles insignificantes: luces, colores, estampitas, alguna frase que escuchó de la radio, nombres rimbombantes… Entre tantas cosas recordó aquel librito. Ni siquiera lo había levantado. Seguro estaba ahí donde lo había dejado, en el suelo. Le intrigaba saber de qué trataba, quién era su autor…pensó en mil posibilidades, quizás era un libro de ciencias naturales. Eso le trajo a la memoria sus años en el Colegio Nacional, aquellas clases tediosas de química y biología, el sistema nervioso, el digestivo, etc. –Tantos sistemas, macros y micros-pensó- somos engranajes- se dijo, y se imaginó en un camino desolado, rodeado de ruedas gigantescas movidas por el viento. Al frente había un zorro. Las ruedas no paraban y avanzaban lentamente, el zorro lo miraba mientras caminaba– ve a la soledad, haz de ella tu mundo- Irrumpió una voz en aquella visión. Todo se eclipsó. Un claro de luna se colaba desde su ventana- ¿Estoy soñando?- se preguntó. La experiencia lo había despabilado. Estaba algo inquieto, como reflexivo.
Nuevamente aquel libro rondaba por su mente. Pensó que podría ser la única  novela de un autor ermitaño, que dedicó su vida a ella. Esto lo angustió, se sentía un desagradecido por el desinterés y el maltrato de su parte a aquella obra. Presionado por su arrepentimiento, se dispuso a rescatar ese autor del olvido…Al momento de levantarse otro pensamiento fugaz le cayó como un rayo, y ¿sí el libro estaba endemoniado?-pensó- Se detuvo de inmediato. Paralizado, empezó a analizar la situación. El libro había estado oculto y esto no era casual. Seguramente su madre debía haber tenido sus razones para ello. Además, el libro estaba ejerciendo en él una extraña atracción, lo cual lo llevó a suponer que esto podría ser efecto de una fuerza maligna- La misma que me provocó esa visión espeluznante del zorro y las ruedas- conjeturó.
Meditó un rato más, no sabía cuánto había pasado desde que empezó a obsesionarse con el libro. Pensó en ver la hora, pero un instante después se durmió. Se levantó temprano, minutos antes de que sonara el despertador. Los perros de la cuadra aullaban y escuchó al diariero acercarse a la puerta. Aún soñoliento y en calzoncillos fue a levantar el Matutino. El titular decía “extraordinario túnel secreto devela un red de corrupción”. De esa oración “impactante” solo registró la palabra “túnel”, lo demás le era indiferente. Qué sentido podía tener para él la corrupción o una red, poco y nada. – Túnel, que palabra curiosa- se dijo, luego se cambió y se hizo un té.
Mientras desayunaba le llovían los recuerdos del desvelo. El zorro, el libro, un escalofrío, el miedo, su madre, los sistemas, el colegio, el túnel de la mañana y los perros completaban el rompecabezas de su vida monótona y fatigosa. Sin embargo, a pesar de que sus pensamientos se entremezclaba y divagaba entre la anarquía absoluta, los sistemas y la fantasía de creerse un engranaje más en la  máquina del sin sentido universal, todo terminaba en el mismo puerto: aquel libro que salvó del fuego. Todos los caminos conducían a aquel suvenir de árboles devenidos en páginas cargadas de palabras- ¿por qué no me animo a ir a buscarlo y ver de qué se trata?- se preguntó (Seguro usted lector también se pregunta lo mismo, no lo culpo es sentido común). Luego de un instante de duda existencial, se levantó dispuesto a terminar con aquel asunto. Decidido, se paró con aires de hidalguía, infló el pecho y salió de la cocina. Empezó a sentir que la adrenalina aumentaba cada vez que se acercaba al depósito. Hacía tiempo que no notaba el rubor de sus mejillas y el calor en sus orejas, por un instante pensó qué había desperdiciado sus últimos años de vida o tal vez su vida misma era más aburrida de lo creía (¿acaso es posible que un libro lleno de polvo pudiera provocar semejante duda y nerviosismo en un hombre? ¿Qué tan miserable y poco emocionante habían sido sus años?). Lo cierto era que cada segundo y cada centímetro hacia el libro, era una victoria para él. Una batalla ganada. Se sentía rebelde, valiente, como un héroe mítico. Al llegar, cerró sus ojos…No quería ver directamente al libro. Solo cien milésimas  previas le bastaron para plantearse sí aquél tapa dura no era una trampa para quedar ciego de por vida, como sí el libro fuera una extensión material de algún demonio o Gorgona. Por las dudas, frunció el seño. Luego de unos segundos, lo abrió y al asegurarse de que aún conservaba la vista, lo observó detenidamente.
Enorme fue su desconcierto al ver que justo al lado del libro se hallaba una gran mariposa negra. ¡Una bruja!- grito- y de un salto, salió corriendo despavorido (¿Y usted qué piensa lector? ¿Continuará dándole una oportunidad más a este pobre tipo? Que, además de ser indeciso es tremendamente supersticioso). Agitado por semejante sobresalto fue al baño a lavarse la cara. Se vio al espejo y vio un rostro triste y temeroso. Sintió pena al verse tan desprotegido, pero su consciencia le daba la razón, él había actuado correctamente. Ya más calmo, fue nuevamente a la cocina. Estuvo sentado ahí cerca de una hora, meditando si volver o quedarse en la tranquilidad del comedor. Los minutos trascurrían, el reloj dio las 11. Quería despejarse, darle aire a sus pensamientos. Salió, fue a la placita del barrio, vio a dos señoras tomando mate. Una de ellas tenía a sus pies un libro, o quizás era un termo. Dudó, y volvió a ver…Era un termo. Luego pasaron dos chicos en bicicleta. Ambos sonreían, notó que en el carrito de una de las bicis había un libro o quizás era una bolsa de papas. Dudó, volvió a ver, y sí…eran papas. Perseguido por aquellas  visiones, empezó a caminar sin rumbo. Ya lejos de su barrio pensó que todo había terminado, se sentía a salvo. Quemaba el sol, ya eran las 12. Acalorado buscó una sombra, pero para su delirio, se dio cuenta de que estaba justó en la vereda de la biblioteca del pueblo. Empalideció, parecía haber visto al mismísimo demonio, y casi sin pensar, corrió hasta su casa. Los libros lo perseguían. Entró, y cerró puertas y ventanas. Era inútil…todo conducía a aquel libro, y allí estaba él, tan cerca de aquella obsesión.
Dejó de vacilar, se armó de valor y fue al depósito. Al llegar, vio que la supuesta bruja ya no estaba, suspiró aliviado.  Fue acercándose lentamente, cada centímetro era un desafío, jamás había sentido tanta adrenalina. Ya casi podía acariciarlo, y de repente…Se cortó la luz, quedó a oscuras.  El miedo lo puso a rezar, no sabía bien porqué lo hacía. Al llegar al Ave María, se hizo la luz. Y sin respirar, tomó el libro y salió velozmente como escapándose.

El libro se titulaba el “túnel”, cuyo autor era Ernesto Sábato. Envalentonado, inicio su lectura. Al pasar las primeras tres páginas olvidó todas sus vacilaciones, y su obsesión se enfocó en aquella historia de pasión y muerte. Vivió intensamente cada palabra, tanto fue así que el final de este cuento ya se los conté al comienzo.




Fin


Autor: Matías Rumilla.


lunes, 17 de septiembre de 2018

Un nuevo comienzo


      -¡Por fin se despertó!, despabílese rápido que necesitamos preguntarle algunas cuestiones. Dígame qué fue lo que sucedió antes del accidente- se impacientó el oficial.
-No sea tan duro con él, hombre. Recién está recobrando el conocimiento. Es probable que no entienda lo que le está diciendo-dijo el doctor.
Consternado, él veía aquellos rostros ajenos y extraños sin entender qué estaba ocurriendo.
- Aún sigue en estado de shock, no es conveniente interrogarlo ahora- el doctor miró fijamente al oficial y le ordenó: - Es mejor que se retire, y nos deje hacer nuestro trabajo. Cuando lo creamos conveniente lo llamaremos, váyase ahora- el oficial cumplió y se fue.
 Aún se encontraba sedado, miraba sin ver. Las luces de la sala lo encandilaban. No podía saber si era de día o de noche, la habitación era blanquísima y hermética. Estaba semidesnudo, apenas lo cubría la bata de hospital. Fatigoso, levantó su brazo izquierdo. Tenía un suero y sus tobillos estaban amarrados a los pies de la cama. Medio sordo, medio dopado había podido escuchar la palabra “accidente”. Intentó recordar, pero era en vano. Le dolía mucho la cabeza.
Pasó un rato, el doctor se marchó, dejándolo solo en la habitación. Desconcertado, miraba el techo. Se preguntaba una y otra vez, ¿por qué estaba ahí? ¿Qué había sucedido? De pronto su soledad se interrumpió, la puerta se abrió y entró una bella muchacha joven de piel morena, vestida de blanco. Al parecer ella era la enfermera del lugar. Traía consigo una fuente con comida y con algunos frasquitos extraños.
 - Buen día señor, tengo que colocarle un inyectable- Le dijo la joven morena, y sin titubear demasiado le ordenó- Sería tan amable de darme su brazo izquierdo. Aquí le dejo su comida- le decía, mientras llenaba la jeringa.
- Espere un segundo, ¿Me podría decir qué hago aquí?- Le preguntó con mucha dificultad, pues le costaba articular las palabras. Tenía la lengua adormecida. -Escuché algo de un accidente, pero no recuerdo nada…Mi familia, ¿sabe dónde estoy?- Quedó agitado, su voz tenía un tono soñoliento y áspero.
- Mire señor, no estoy autorizada a darle esa información, podría facilitarme el trabajo y darme su brazo- Luego de un breve silencio, colaboró mecánicamente. Se sentía agobiado, no podía pensar demasiado ni ofrecer resistencia…Sintió un ligero dolor  producto del pinchazo.
 -Muy bien, más tarde vendrá el doctor a visitarlo. Hasta luego- La enfermera se marchó. Estaba fastidioso, la luz le molestaba mucho. La blancura del lugar le provocaba un lagrimeo incesante.
Las horas pasaban, o al menos eso pensaba, lo deducía por las comidas que le servían. Desde que estaba consciente la misma rutina se repetía incansablemente. El mismo pinchazo, luego el doctor lo visitaba, lo revisaba: latidos, reflejos, respiración, articulaciones. Anotaba algunas cosas y se iba. Se sentía prisionero, quería escapar.  No aguantaba un segundo más en ese lugar, algo tenía que hacer. Fue entonces que empezó a pensar un plan de salida. Memorizó cada movimiento, meditó la situación, pero aún se sentía débil y le costaba mucho concentrarse.
Con el paso de los días fue ganando más fuerza física y agilidad mental. Estudiaba e intentaba recordar mentalmente su táctica de escapatoria. Ese plan que había ideado en sus momentos de lucidez. Luego de mucho pensarlo se sentía listo y decidido. Quería interceptar al doctor y lograr sacarle información que fuera valiosa para su salida. Sabía cómo de costumbre que pronto llegaría el médico. Rápidamente y sin dudarlo ni un segundo tiró con fuerza las ataduras de sus tobillos. Al tercer tirón pudo zafarse. Temía que alguien pudiera escucharlo y echar todo a perder. Al liberarse se detuvo, y con suma cautela se ocultó detrás de la puerta esperando la llegada del médico. Apenas entró el doctor  lo tomó por el cuello y en un solo movimiento cerró la puerta.
-Escúcheme, dígame ¿Dónde estoy y qué hago acá? Si no me dice, le rompo el cuello ¡Conteste mierda!- Le dijo encolerizado.
 – Oiga, tranquilo. Le voy a responder todas sus preguntas. Solo si usted me dice ¿Qué fue lo último que recuerda antes de estar aquí?- dijo el doctor.
 -No lo sé, tengo vagos recuerdos de la universidad. Íbamos a viajar hacia al interior de la provincia de La Rioja, creo. Estaban algunos compañeros. Todo lo demás es difuso.
- ¿Recuerda hacia dónde iban?  El motivo del viaje- replicó el médico.
 - No demasiado, aparentemente era un viaje de investigación. Yo tenía que terminar unas diligencias y  buscar unos papeles. A partir de ahí no recuerdo más.  
-Mire amigo, ¿Me creería si le digo que usted es el único sobreviviente de una catástrofe sucedida en La Rioja, Argentina? El rostro del paciente se empalideció de repente. Sí, así como oye. ¿Y me creería si le digo que el desastre nuclear sucedió hace tres años? Usted, hoy se encuentra en un centro de rehabilitación situado en la ciudad de Zúrich. Aquí permanecen los pocos sobrevivientes del mundo que se dio en el año 2034. En su país, en especial en su provincia las consecuencias de la radiación fueron letales. Al punto que desató oleadas ultravioletas nocivas, junto con lluvias acidas que exterminaron casi por completo la vida del lugar. Usted es el único ser humano sobreviviente.
- No es posible, ¿Cómo pasó? ¿Porqué me salve?- Sus mirada desencajada mostraban su rostro atónito.
- Sinceramente su caso sigue siendo un misterio. Lo cierto es que lo encontramos inconsciente en el baño del centro de investigación de la universidad. Es muy probable que usted haya desarrollado anticuerpos a la radioactividad. El fenómeno ocurrió en cuestión de horas. Nadie estaba preparado para semejante desastre. La inclemencia climática repentina le provocó el desmayo, luego nosotros lo rescatamos. No sabría decirle más, porque eso fue lo que pasó. Aún estamos investigando lo sucedido- El doctor hizo un pausa y continúo- Nosotros aquí le inyectamos diariamente hormonas que lo rejuvenecen y le brindan las proteínas necesarias para su bienestar. Si no fuera por eso estaría muerto. Ahora si me permite lo tengo que revisar- Lo soltó al doctor. Luego del chequeo el médico se fue. Él se quedó pensando, abrumado de semejante noticia. Al cabo de unas horas le hicieron efectos los sedantes y se durmió plácidamente.
-¿Otra vez lo amenazó Doc?- Le preguntó la enfermera.
 –Sí, todas las semanas  lo mismo, ¿Colocó doble dosis de sedantes?- dijo el médico
- Sí, ¿Sabe hasta cuándo estará en el psiquiátrico?
 - No lo sé, pero si seguimos con este verso acabaremos nosotros por volvernos locos. Por favor átelo y dígale a Beto que no se olvide de disfraz de policía. Mañana comenzamos de nuevo.
















(Fotografía tomada en la ciudad de Milagro- La Rioja)

Fin.


Autor: Matías Rumilla.
17/09/2018.

viernes, 17 de agosto de 2018

Lepanto


Probablemente éstas sean las últimas líneas que pueda escribir. Me buscan por traicionar al imperio, por desleal. Pero ¿Qué podía hacer yo? ¿Renunciar a mis convicciones? ¿Traicionar mi moral? Me siento devastado...Vienen con dagas y espadas asesinas, lo sé, pero no pienso ocultarme ni huir. Los imagino extasiados, sedientos de venganza como fieras salvajes. Ya siento su odio, sus ojos punzantes que laceran aún más que sus propios cuchillos. Tiemblo de solo pensarlo. Mi espalda se retuerce, cargo con el peso de su rencor…
No sé cuánto tardarán. Por lo pronto quiero terminar esta triste carta. Me aflige pensar que probablemente nadie la lea, quizás ni siquiera se den cuenta de que está aquí en el escritorio, tan evidente. Quieren mi cuerpo, mis viseras…Quieren verme arder, sangrar, sufrir, pero eso no es lo que más me atormenta. Solo me preocupa esta carta ¿qué será de ella? ¿La leerán? ¿O morirá virgen y olvidada en la podredumbre de éstos anaqueles desteñidos? Me buscan a mí pero no a mi esencia. Quizás algún anticuario pueda rescatarla del olvido, o no…Lo cierto es que estoy solo. Esperándolos.
 //.
Octubre en las costas del Corinto. Esperábamos órdenes para zarpar. Por ese entonces yo estaba bajo la tutela de Jenízaro Abdul Al-Hassin. Mis tareas eran simples, como la de cualquier otro escriba. Era mi tercera campaña, tenía cierto prestigio y distinción, gracias a mi buena conducta en las campañas anteriores. Yo era el encargado de escribir los mensajes para la capital.
Poco a poco las cosas se fueron complicando. Se corría el rumor de que nuestros barcos estaban en desventaja con respecto a la flota española, y se hablaba mucho del poderío de sus milicias. Yo no tenía miedo, confiaba en que Alá estaba de nuestro lado, sin embargo Abdul se mostraba cada vez más nervioso.
Un día me encontró cerca de la costa, me preguntó que hacía alejado y le conté que en mis tiempos libres me gustaba escribir poesía. Abdul, curioso, tomó mi escrito. No está terminado- me excusé- Cuando lo termines léemelo, me dijo y se fue. Al día siguiente le recité este poema:

Alzarás la mirada al sol del occidente,
que las nubes tímidas se esconden en el este,
trashumantes los sueños de aquellos solares,
poblados de gloria, sudor y sangre.
Brilla mi espada, mi noble consuelo,
y es mi armadura mi fe y mi sustento.
Migajas de gloria encubren mi calma,
oleadas de arena procura mi alma,
calla escondido el sol plañidero,
que no olvida al hombre de sueños sinceros.
Y así la mañana encubre victoria,
y así las noches germinan derrotas,
es por ello que el corazón,
se llena de honores al día de hoy,
encegueciendo los ojos de aquellos vencidos,
pobres almas desahuciadas, sin valor, ni compromiso.
Su destino está marcado por muerte y el olvido.
Salve Alá al sultanato, larga vida a los jenízaros.

Al pronunciar el último verso vi que Abdul estaba emocionado e intentaba ocultar sus lágrimas, quizás no quería mostrarse débil. A mí eso no me importaba demasiado. Le pregunté si se encontraba bien, y no me respondió. Al cabo de unos minutos, aún no sé por qué, me echó de su tienda con un tono amenazante. Al día siguiente, al despertar lo vi de pie al lado de mi catre -Alístate, aquí tienes una espada y un escudo, pronto estarás en batalla-Desconcertado quise responderle, pero ya se había ido. Pavoroso, no sabía qué hacer. No tenía adiestramiento, no estaba entrenado, ni siquiera sabía cómo manejar una espada. Abdul me estaba condenando a muerte, pero ¿por qué? ¿Acaso fue mi poema? Ya era muy tarde para lamentos….Desesperanzado, veía cómo se desvanecían mis sueños de poeta, mis anhelos de una vida tranquila en el campo, mis amoríos, mis afectos, todo.
 //.
 Tomé la espada y corrí a verlo a Abdul, no lo encontraba. Un jenízaro me vio, me paró y me ordenó para que me alistara, ya que pronto iba a zarpar nuestro barco. Al acercarnos podía sentir el caos que nos aguardaba. Me temblaban las piernas. Sentía una soledad y una angustia muy profunda ¿Ese era el lugar para un miserable poeta que por un capricho estúpido fue arrastrado hacia una vil barbarie? No renunciaba a la idea de encontrar a Abdul para pedirle que me saque de esta carnicería humana. Debo confesar que también temía de mis propios compatriotas. Intentaba disimular mi cobardía, pero mi pálido rostro me delataba. Fue en ese momento cuando una voz me dijo- Si quieres esconderte ve a la popa. Allí al costado izquierdo hay un pequeño deposito- Al voltear vi que esas palabras venían de un esclavo, un viejo remero de rostro arrugado y de mirada cansada- Que no te vean- auguró, y me fui con la esperanza de poder resguardarme.
Tiré mi espada y tomé mi escudo para disimular. En el camino escuché que en poco tiempo estaríamos batallando, entonces apuré el paso. Al parecer no había nadie, pero cuando me dispuse a entrar, Abdul apareció. Me preguntó qué hacía, y sin dejarme responder me llevó a proa.
Arribamos y de inmediato nos formamos para el combate, yo estaba en la tercera fila, con escudo y sin espada. Me invadían las ganas de huir, pero no podía, me iban a matar si lo hacía. Ya estábamos listos para el  enfrentamiento. Recuerdo que venecianos y españoles nos atacaron por el flanco derecho, tomándonos por sorpresa. Allí empecé a ver en primera persona los horrores de la guerra. Nuestros arcabuces llegaron a socorrernos. Se me ocurrió que lo más seguro era cubrirme detrás de ellos. Pero no era tan fácil, un grupo de hispanos me bloqueaba el paso. En ese momento nuestra fuerzas  contraatacaron. Intenté escabullirme por allí, pero (para mí desgracia) los arcabuces abrieron fuego cerca de mí posición. Fue en ese instante que vi que un arcabuz iba a tirar en dirección a un español valeroso. Instintivamente y sin dudarlo, lo empujé. Sin embargo, no pude evitar que fuera herido, al parecer su mano izquierda se encontraba muy dañada. Me dijo algo, pero no entendí sus palabras. Sus ojos de un azul penetrante se mostraban agradecidos. Pavoroso, corrí y me escondí detrás de nuestros cañones. Allí estuve, hasta que los ataques cesaron. Poco a poco nuestro ejército vencido iba retrocediendo, tratando de mitigar las bajas.
Habíamos sido derrotados. Abdul, que me había visto “solidarizarme” con un enemigo, me amenazó de muerte. En ese instante supe que apenas pisáramos Estambul mi destino estaba marcado: sería ejecutado por traidor.
 //.
Hace poco me llegó el rumor que el soldado que salvé también es poeta. Es conocido por Hispania, se llama Miguel de Cervantes. Esto me trajo paz y felicidad, porque moriré con la tranquilidad de saber que un poeta pudo salvar, sin saberlo e instintivamente, a otra poesía. Gracias le doy a Alá por está feliz coincidencia y le pido que mi suerte sea prospera en el más allá.




Fin.

Autor: Matías Rumilla. 

domingo, 15 de julio de 2018

Kiset.


En mis noches de insomnio, los recuerdos me llevan hacia mi pueblo. Un lugar pequeño cargado de historia. Me invade la nostalgia de solo pensarlo, y me es imposible no acordarme del viejo Isaías, porque crecí con sus cuentos y admirando su memoria…La primera historia que escuché de él fue la del gran Kiset, de quien Isaías decía ser  medio pariente. Todo comenzó en la ciudad de Babilonia…Cuando Kiset nació, la luna tomó un color violeta. Los lugareños fascinados por el fenómeno pensaron que el recién nacido, hijo del mercader Rutmanpa, estaba endemoniado. Kiset tenía seis dedos en su mano izquierda y un ojo color violeta al igual que aquella extraña luna. La madre, al verlo, supo que su hijo sería sacrificado por los sacerdotes babilónicos, ya que el rumor del nacimiento de un demonio se había difundido rápidamente. Desesperada y aún dolorida, le pidió a una de sus comadronas que se lo llevara y lo escondiera. Rutmanpa, admirado en la ciudad por  su rectitud, estaba dispuesto a cumplir con la ejecución de su hijo, pero cuando llegó a su hogar dispuesto a matarlo, no lo encontró. Lo buscó por todos lados, pero no hubo caso.

Una esclava había llevado al pequeño envuelto entre sábanas hacia el mercado central de la ciudad una hora antes. Allí lo vendió por seis monedas de oro a una pareja de ancianos. Rutmanpa lo buscó por una semana y al octavo día aceptó la idea de que el niño había sido devorado por los chacales del desierto. Los ancianos cuidaron de Kiset, y lo educaron con gran dedicación. A la edad de dieciséis años Kiset fue rebautizado con el nombre de Golat cuyo significado era “el piadoso”. Un año después de su bautismo sus padres murieron envenenados por la mordida de una serpiente cascabel. El joven Golat se había quedado huérfano. Entristecido, maldijo a los dioses por tan cruel castigo y decidió abandonar la ciudad en búsqueda de mejor suerte.  Acompañado por un asno viejo y unas pocas pertenencias, partió hacia el poblado de Uruk.  El largo camino  y el clima abrasador no eran muy alentadores. Agobiado de tanto andar, Golat pasó la noche en Isín. Él desde pequeño había escuchado que allí se encontraba el santuario del nombre de Dios. Los rumores ubicaban este lugar sacro en las afuera de la ciudad, sin embargo nadie sabía con precisión dónde se encontraba, ya que ninguna persona lo había visto. La leyenda contaba que aquel santuario oculto era totalmente imperceptible para los seres carnales debido a su forma espectral. El lugar contenía las inscripciones de las ciento veinticinco palabras que describían el punto cero entre lo conocido y el mundo celestial, otorgándole a su descubridor poderes divinos. Golat, esa noche soñó que encontraba el santuario, pero su felicidad fue momentánea. Al despertar, se dio cuenta de que su asno estaba muerto. Desesperanzado, deambuló por Isin. Cansado de tanto andar se sentó en una piedra, el día declinaba y entre sollozos vio un hermoso resplandor proveniente del desierto. Temía estar delirando por la deshidratación. Con las pocas  fuerzas que le quedaban fue hacia la luz, pero él mientras más se acercaba, más lejos la veía. Lleno de furia, cayó de rodillas y al hacerlo notó que estaba justo encima de un extraño pórtico de madera. La noche caía limpia y serena; Golat observó que el curioso sótano se encontraba en medio de la nada misma. Cabizbajo y sin nada que perder, él entró y al hacerlo se topó con una larga escalera. Al pasar, las puertas se cerraron de golpe oscureciendo por completo el misterioso lugar. Todo era silencio y tranquilidad…De repente una voz lo llamó- No tengas miedo Golat, podes bajar con confianza- Paralizado, respiró profundo y descendió lentamente. Al dar el primer paso se prendió una llama muy intensa, revelando la belleza del extraño sótano. Las paredes eran de oro puro con decoraciones de piedras preciosas. La escalera sobre la que estaba parado era de un bello marfil y conducía hacia un lujoso atril. Creyó estar soñando -Camina sin miedo, ve hacía el atril, no temas por favor- Golat así lo hizo. Al llegar, se encontró un viejo pergamino -Ábrelo, es para ti- Cuidadosamente él lo abrió, parecía recién escrito, su sellado aún estaba fresco. –Por favor léelo en voz alta- Golat, lo leyó con mucha cautela. Nervioso por toda la situación, no quería equivocarse. Al terminar, la voz le preguntó- ¿Sabes qué has leído?- El nombre de Dios, respondió. Al decirlo las luces se apagaron y en un instante despertó con un fuerte dolor de cabeza e intentó recordar lo sucedido, pero le era inútil, sólo tenía vagas imágenes mentales. Sin embargo él tenía la sensación de que algo raro había sucedido. Aún se encontraba en Isin. Al alzar la vista vio a su asno tomando agua. El viejo burro, que creía muerto, estaba vivo.  Buscó de inmediato sus pertenencias, para volver a emprender viaje. Antes de salir le preguntó a la posadera del lugar si ayer lo había visto andar por la ciudad. Ella le dijo que no. Confundido, partió rumbo a Uruk. Al salir, notó que llevaba un extraño pergamino entre sus alforjas. Tenía un sello que le era familiar. Al leerlo se dio cuenta de que el pergamino narraba la historia de su vida. Cada párrafo describía  su pasado y  su presente. El texto mencionaba a Rutmanpa, a su sufrida madre, a los viejos que lo adoptaron. Contaba el devenir de su vida desde el mercado de Babilonia hasta las peripecias de su viaje. No tenía  final. El pergamino no mencionaba su muerte y concluía con una firma que decía en nombre de Dios. Boquiabierto, miró al cielo buscando respuestas y al agachar la mirada vio un trozo de papiro que decía:
Tú cuidaras de mi hijo como yo cuidé de ti, lo adoptaras con amor y ternura. Ese es tu destino. Al cumplirlo, tu alma descansará. Mientras tanto vagarás siendo inmortal por esta tierra.
El tiempo pasó…Golat llegó a Uruk y vivió allí casi sesenta años. Su memoria aún era ágil y su cuerpo seguía joven. A pesar de ser un hábil negociante y de haber tenido una gran riqueza, su vida de excesos lo dejó pobre. Desahuciado, buscó aquel extraño papiro que determinaba un destino. Dispuesto a cumplir con su misión de vida, emprendió un viaje errante. Nómade, fue conociendo nuevos lugares. En cada uno él se presentaba con un nombre diferente. Así lo hizo durante casi trescientos siete años, manteniendo el aspecto de un hombre de treinta. Un día en Nazaret, mientras trabajaba, se enamoró de una preciosa muchacha llamada María. Nunca en toda su larga vida había sentido algo así. Un mercader los presentó en el templo donde todos lo conocían como José. Desde entonces él supo que había encontrado su destino y que sus días trashumantes habían terminado. El resto ya es historia conocida.



Fin. 



Matías Rumilla. 
15/07/18. 

jueves, 7 de junio de 2018

La presencia (Microrrelato)


Mientras leía mis apuntes pensaba en ella. La extrañaba, intentaba concentrarme, pero era inútil. Cuantas palabras había en mi escritorio. Cientos de hojas, párrafos enteros, texto de todo tipo, toneladas de letras, kilos de ideas, mareas de relatos y su recuerdo. Qué podía importarme, ningún escrito la nombraba, ¿tan escasas eran sus referencias en mi vida intelectual? Tal vez, sin embargo ella estaba ahí, en mi pensamiento. Expectante anhelaba su presencia, algo sonó, rompió el silencio. Era la ventana que se abrió de repente. El frío se coló por donde no debía. Fui a cerrarla, y al momento de hacerlo una inusual resistencia me detuvo. Sentí que alguien estaba muy cerca de mí, o quizás era algo. Intenté con más ímpetu, se resistía, pero al fin logré cerrarla. Cuando levanté la mirada divisé aquella foto de nuestras vacaciones que yacía en el suelo destrozada, lo curioso es que no pude percibir el estruendo del portarretrato contra el suelo, todo era silencio. Al voltear me di cuenta de que no estaba solo, alguien  me esperaba. 


Fin.

Autor: Matías Rumilla.
07/06/2018. 

martes, 8 de mayo de 2018

El Bañado (Cuento).


El canto del gallo lo despertó súbitamente. Todavía soñoliento, fue hacia el baño, se lavó la cara y los dientes. Se sentía cansado. No había tenido una buena noche. Los mosquitos y los perros no lo dejaron dormir. El sol se aproximaba tímidamente en el horizonte, sus rayos pintaban de color al campo. A lo lejos se escuchaban el cantar de las aves silvestres. Mientras tanto él acomodaba su cama, odiaba hacerlo, y a pesar de no tener reproches ajenos, él se obligaba a tenderla. Cuando terminó el reloj marcaba las 6 a.m. Estiró un poco los músculos, y puso la pava a calentar. Deseaba unos buenos mates con tortilla. Su cena había sido insípida. Tenía la esperanza de que pase la mala cosecha. Pasaron unos minutos, el silbido de la pava rompió el silencio. Luego de desayunar, salió al campo, su perro lo recibió moviendo la cola y juntos fueron hacia la huerta. La situación era desalentadora, la lluvia le era esquiva y sus plantas lo sufrían. Suspiró pesadamente e insulto al aire. Y sin más, emprendió camino a la represa en busca agua.
La represa “el Bañado” se encontraba a unos tres kilómetros de su rancho, todos los días tomaba el mismo sendero. Le gustaba ir por allí, porque le recordaba a su madre. De niño, él la acompañaba y aprovechaba ese momento a solas con ella para oírla cantar. Ella tenía una voz dulce como la miel que entonaba viejas melodías que había aprendido de niña. Él,  sin embargo no nació con ese talento musical. Se contentaba con escucharla y disfrutar del paisaje. Ahora lo único que le quedaba de ese recuerdo de la infancia era ese sendero atemporal de camino al Bañado. Ya no existían ni ese niño ni esa mujer cantora que él tanto amaba. Cuando se empezaba a sentir triste por esos recuerdos furtivos, miraba a su perro. Este le devolvía una mirada alegre que le levantaba el espíritu y lo alentaba a seguir andando.
A trescientos metros del Bañado, escuchó un sonido muy peculiar, pero no se inmutó demasiado. Su compañero canino, al igual que su amo, siguió a paso firme. Luego lo volvió a oír. Se detuvo, le llamaba la atención ese cantó tan particular, nunca había oído algo similar. Hace más de cincuenta años que hacia el mismo camino, todos los días, y era la primera vez que escuchaba algo así. De repente divisó un pequeño pajarillo azul. Pensó que era un colibrí, pero no podía serlo, porque no tenía ese aleteo frenético característico. Su pico, muy alargado para su tamaño, estaba teñido de un color carmín platinado. Era hermoso. Su cantó lo deleitaba, esa diminuta ave era la responsable de tan bello sonido. Por un instante se olvidó del agua y de su compañero canino, y buscó acercarse al pajarito azul que se encontraba en la copa de un viejo algarrobo. Temía que sus movimientos lo asustaran. Sigiloso, medía cada paso. Estaba sudando y se sentía algo nervioso. Por su parte el pajarito continuaba en el árbol despreocupado. Logró llegar al tronco del viejo algarrobo y pudo contemplarlo mejor. Pero su deleite duro apenas unos segundos. El pequeño plumífero alzó vuelo. Frustrado y rezongando, tomó sus baldes y emprendió hacia la represa. Se preguntaba porque nunca había visto un pájaro similar, teniendo en cuenta que conocía el campo mejor que nadie. Lo más curioso era aquella extraña atracción que sintió. No era alguien  devoto de las aves, él prefería los perros y los caballos, sin embargo no se podía sacar ese pajarito azulado de la mente. Al llegar al Bañado, observó algo extraño. A lo lejos divisó una silueta de un árbol deshojado, ubicado justo en el medio del agua. Confundido, se frotó los ojos. Pensó que estaba alucinando, ¿cómo era posible? ¿Tan bajo era el nivel de la represa? No podía ser, el Bañado estaba lleno. Agarró una piedra y la lanzó contra el raquítico árbol pero no pudo atinarle. Si este era real tendría que oír el ruido del impacto. Probó de nuevo sin éxito. Sin duda ese árbol era real, proyectaba sombra. Ya no quería perder más tiempo, y se concentró en su tarea, cuando estaba a punto de empezar a llenar los baldes, el pequeño pájaro azul se posó adelante. Lo contempló con admiración. El diminuto animal permanecía inmóvil, y sintió un irresistible deseo de agarrarlo y tenerlo en su poder. Agazapado, se abalanzó, pero falló. El pajarito desplego sus alas, y voló hacia el extraño árbol, posándose en la copa, cantando plácidamente. Al cabo de unos minutos el pequeño pájaro azul, se petrificó. De rodillas y entierrado, miraba atentamente la copa del raquítico árbol del bañado. Invadido por la curiosidad, decidió ir a ver al pajarillo y trepar ese misterioso árbol. Nadó hasta allí. Llegó y empezó a trepar, temía que se le quebrara alguna rama. El árbol aguantó firmemente. Se encontraba a centímetros del pájaro azul petrificado, y justo al momento de tomarlo, este se desprendió del árbol, al igual que una fruta madura,  y cayó al agua. Encolerizado, insultó y golpeó al raquítico árbol. Lo maldecía, y cuando se estaba bajando, salió del agua, majestuosamente, el pajarito azul y se posó en su hombro. En su patita derecha llevaba una nota cuidadosamente colocada. Con precisión envidiable, sacó la notita. La abrió, ésta decía “pide un deseo, es tu recompensa por haberme salvado”. Él sin dudarlo ni un segundo, pidió volver a verla a su madre. Pensó que se trataba de un vil engaño, y qué alguien estaba jugando con sus pobres ilusiones. Abatido, se bajó del árbol y nado hacia la orilla. Se puso la ropa y se dispuso a llenar los baldes. Cuando terminó, emprendió el regreso. Camino cincuenta metros y vio a lo lejos a una mujer. Su corazón latía acelerado, temía haber perdido la razón. Se acercó lentamente, le temblaban las piernas…Su deseo se había cumplido, su madre, sentada lo estaba esperando para acompañarlo y cantarle para toda la eternidad. 



Fin. 



Autor: Matías Rumilla.
08/05/2018. 

jueves, 12 de abril de 2018

Una llamada (Cuento).


Quemaba el sol del mediodía cuando Pedro llamó. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había comunicado conmigo y me sorprendía su llamada. Dubitativo, agarré el teléfono: ¿Pedro? ¿Sos vos? ¿Dónde andas? Acá en casa se te extraña. No respondió nadie. Solo se escuchaba un inquietante jadeo. Pedro, hermano, decime ¿necesitas algo? Solo silencio. De repente escuché un grito que parecía muy  lejano, y  al instante, la llamada se cortó. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, me temblaban las manos. Me sentía triste e impotente. Quería saber donde estaba mi hermano, y no pude contener las ganas de llorar.
La mesa estaba servida, Mercedes hizo lasaña, mi comida favorita, pero no tenia hambre. Ella al verme, me tranquilizó y me empezó a contar una historia, yo taciturno me dispuse a escucharla. “Recuerdo cuando era niña, mi papá,  siempre me llevaba a pasear a la estancia de mis abuelos. Él era un hombre muy sabio y yo muy curiosa. A cada rato le preguntaba sobre cosas de la vida y  de la naturaleza, y él respondía inteligentemente cada una de mis infantiles dudas. Un día le pregunte si existe algo bueno en las cosas malas y si existe algo malo en las cosas buenas.  Él respondió que sí, porque esa era la manera en que el todo encontraba su perfecto equilibrio cosmológico. No entendí bien el concepto, mi corta edad no me permitían saber a ciencia cierta qué era lo que me había dicho. Mi padre notó mi confusión y me explicó su respuesta tomando un ejemplo práctico. Me preguntó si sabía cuál era día en el que morían más caracoles en la estancia, sorprendida, le conteste que no, porque me parecía imposible saberlo. Entre risas me dijo que los días posteriores a la lluvia, la estancia se convertía en un verdadero matadero de caracolitos. La razón principal, era la humedad del barro, que atraía a los caracoles hacia los senderos por donde habitualmente transitaban las personas del lugar. Imperceptibles a la vista, la gente los pisaba indiscriminadamente y sólo se percata de ellos al escuchar el crujido bajo sus zapatos, reventando a estos pobres bichitos sin piedad alguna. Seguía algo confusa y no terminaba de entender cuál era el punto de tan trágico ejemplo. Él continúo explicándome que los caracoles encontraban muchas satisfacciones en el barro del sendero. Esos diminutos y viscosos animales, necesitaban y ansiaban la humedad de la tierra. Es decir encontraban en ella, una especie de felicidad salvaje. Pero esa dicha podía llegar a costarles muy caro, llevándolos a una muerte segura. Entristecida y dolida, le pregunté ¿Si es tan importante la humedad para esos bichos cómo para qué estén tan dispuestos a morir por ella? Mi padre, inmenso, me dijo…Sí Mercedes, porqué aquí en la estancia casi ni llueve. Por eso, cada aguacero es un paraíso para esos caracolillos que permanecen ocultos, en las escazas humedades de la estancia.  Al decirme esto, comprendí todo.
¿Y eso te sirvió? Le pregunté. Aún inmersa en algún viejo recuerdo de la infancia, Mercedes me contestó: Quizás…A veces trato de vaciarme, de no pensar demasiado y cuando me siento mal, esta idea me consuela. Levantó su mirada y continúo...Lo mismo  debe sucederle a Pedro, por eso no te debes angustiar. Él se fue persiguiendo un ideal revolucionario, un sueño, un anhelo, una esperanza. Motorizó su deseo. Y aunque lo extrañas, y lamentas su ausencia, tenés que entender qué Pedro está bien, porque está en lucha. Que no es una lucha cualquiera, es su lucha y a ella le entrega su vida, por amor, por convicción. Allí florece su esencia, allí está su felicidad.  Aunque sabe que su vida esté en peligro, su convicción lo moviliza, porque al igual que los caracoles necesitan humedad, Pedro necesita de esa revolución. Ese es su anhelo, su gran deseo.
Estaba paralizado. Luego, Mercedes me abrazó y me tranquilizó. Fuimos a la cama e hicimos el amor apasionadamente. Me quedé pensado en Pedro. Al mes me llegó una carta de él. Me decía que se encontraba en tierras uruguayas, y aún seguía en plan de lucha. Cuatro días más tarde, recibí una llamada, esta vez fue mi madre.


*Pedro Ignacio Viera fue fusilado el 12 de abril del ‘77, en una comisaría de Montevideo.

Fin.



12/04/2018. Matías Rumilla. 

miércoles, 28 de marzo de 2018

Eusebio (Cuento).


Después de tantos años de profesión, solo mis memorias son fieles a mí antaño. Recuerdo con claridad un caso muy peculiar de un campesino de los llanos riojanos. En ese entonces, yo cumplía funciones en un pequeño centro de salud de la localidad de Patquía. Allí inicie mis labores de médico con apenas  veinticuatro años.  El trabajo no era sencillo debido a la falta de recursos, sin embargo mi entusiasmo eclipsaba las condiciones paupérrimas del lugar.
Un día llegó al consultorio un baqueano  de la zona, llamado  Eusebio. El hombre tenía unos cuarenta y dos años, y nos contó que sufría de olvido. Al escuchar esto, pensé que era una broma, pero él no parecía estar bromeando, lo decía en serio, muy convencido de su problema. Según él, su olvido estaba asociado a la incapacidad para poder recordar los nombres propios del mundo que lo rodeaba. La primera prueba de su falta de memoria, según nos contó, quedó demostrada una mañana, cuando al despertar quiso llamar a su esposa y no recordaba su nombre. Sin duda lo ocurrido era algo extraño, porque llevaban más de quince años de matrimonio. Esa vez pensó que era algo pasajero, que pronto volvería a la normalidad. La segunda prueba de este curioso mal, se dio el mismo día al intentar llamar a su hijo mayor. Por más que lo intentaba no lograba dar el nombre del muchacho. La situación empezó a preocuparlo, y adjudicaba su mala memoria a la falta de sueño y agotamiento laboral, pero con el paso del tiempo, la situación empeoró. Cada día olvidaba otro nombre y seguía sin poder recordar los primeros. Fue entonces cuando Eusebio decidió acercarse al consultorio. Entristecido, buscaba algún remedio mágico para su desgracia. Lo oí atentamente, y por sus descripciones, pensé que se trataba de una amnesia progresiva. Le recomendé algunas píldoras y ejercicios mentales. Lo que más me sorprendía del caso era la velocidad con la que se manifestó la enfermedad en Eusebio y temía haberlo diagnosticado mal. 
Cuando él decidió partir a su hogar, la mueca pesada de su rostro sugería que había olvidado el camino para volver a su rancho. Esto lo entristeció. Se sentía inútil. Y me dijo algo que jamás olvidaré: “Quien anda su camino sin saber su origen ni su pasado, se vuelve tan estúpido que acaba en cualquier lado”. Cabizbajo, Eusebio se marchó a campo traviesa. Días más tarde encontraron su cadáver deshidratado en medio del monte. Me puso triste la noticia. Algunos lugareños afirmaban que Eusebio se había olvidado todo. Yo creo que no fue así. A veces cuando me busco, me encuentro con este recuerdo, y pienso que sería de mí si me ocurriera algo similar a lo de Eusebio. Seguramente los libros que leí no tendrían nombres propios y mi lectura seria  sempiterna, porque jamás podría decir que acabé de leer una obra en particular. Lo mismo pienso de las películas y la música. Todo sería una prolongación eterna que jamás acabaría o mejor dicho acabaría un día, con mi muerte. Las mujeres y los hombres serían distintas facetas de un mismo eje, de una misma estructura corpórea. Sin duda sería extraño…Hoy lejos de olvidarme de Eusebio, veo que el comienzo de mis días se avecina paulatinamente, será por eso que ando con ganas de prolongarme infinitamente.

Fin.

Cuento dedicado a la memoria de mi abuelo Jorge Luis Mercado. 
Matías Rumilla. 28/03/2018.