En
sueños la veía, el inconsciente a veces hacía de las suyas. Lo despertó la
jaqueca y el insoportable canturreo de las catas del valle. Sudoroso, como
fermentado, miró sus manos y pensó en lo viejo que se había puesto. Taciturno
aún, fue a buscar la pala para comenzar la jornada. Trabajaba duro, para poder llegar
exhausto a la noche y así dormirse sin pensar. Cuando esto no alcanzaba el vino
lo ayudaba a caer en cualquier lugar del rancho.
Hablaba
solo, para matar el silencio. Se fue acostumbrando a su soledad, como a esas
cosas que llegan con el tiempo. El frío del otoño le traía recuerdos: el
paisaje mutaba y también sus sensaciones. Una noche de mayo, la añoranza y el
vino lo embriagaron. Al otro día, se
levantó con una extraña alegría. Saludó a sus perros, y en ayunas se internó en
el monte. Un azul grisáceo y denso pintaba el cielo, los nubarrones casi ni se
movían, una corriente gélida le estremeció el espíritu. Entumecido, abrió el
chiquero…Las cabras salieron escoltadas por los perros. En silencio oía el
viento mientras veía al rebaño adentrarse entre los algarrobos. Luego caminó un
trecho hasta el establo, para encontrarse con su caballo negro azabache-
Gracias amigo, te voy a extrañar-le dijo con un hilo de voz. Acongojado, sollozando
bajito, regresó a su morada, aún no había terminado.
El
sol aproximaba tímidamente, eran casi las nueve. Caminando despacio, casi sin
dejar rastros, llegó al corral de las aves. Agarró dos gallinas y de un tirón
les quebró el cogote. Las desplumó como pudo- los perros tendrán comida cuando vuelvan-
pensó. Ya en el rancho, se sentó en el lugar de siempre. Tembloroso tomó un
lápiz, una hoja en blanco y escribió:
“Querida
mía: estas líneas son para vos. Sé que tendría que haberlo hecho hace unos cuarenta
y cinco años, pero aquí van.
Soy
un cobarde, lo sé. Y aunque nunca te encuentres con esta carta, te quiero dejar
mi verdad…porque no hubo ni un solo día en que no haya pensado en vos. Cuando
me dijiste que estabas embarazada sentí un terrible temor, que casi me desmaya.
Vos estabas llegando a tus dieciséis y yo apenas dieciocho. No tenía ni idea de
la vida, pero lo triste es que aún de viejo sigo sin tenerla. Me acobardaba la
situación y huí. Sin rumbo, anduve por
muchos lugares lejanos. Vos era mi única razón para quedarme en el pueblo.
Siempre fui solitario, hasta que te conocí. Me moría de angustia por dejarte
desahuciada y triste. Pero mi miedo era más grande. Por años pensé en qué
decirte al volver. No tuve paz, te pensaba a cada rato. Después de diez años de
idas y venidas, un día me decidí, y regresé.
Fue en una noche de mayo. Llegué en el primer tren de la madrugada. No quería
que nadie se enterara que estaba de vuelta. Esperé en la estación y busqué
albergue en lo de un conocido. Al pasar cerca de tu casa, nuevamente el temor me
invadió. Aún te amaba como el primer día.
Mi
idea era tener noticia tuyas e intentar acercarme para explicarte mi ausencia.
Lo primero que hice al verlo a mi amigo fue preguntarle por vos. Aún me tiemblan
las piernas cuando recuerdo su expresión. Ese cristiano empalideció de repente,
y se fue…sin decirme nada. Todo ese fin de semana estuve preguntando, pero solo encontré evasiones. Fueron días de
mucho trajín, siempre con sigilo en la penumbra. Entristecido y sin tener noticias, me sentí frustrado. A la
semana, tomé mis cosas y fui a la estación…Mi alma se estrujaba por no
encontrarte. Subí a aquel vagón contrariado, con miles de dudas, y luego de
media hora de viaje, una extraña atracción me llevó a hurgar el bolso. Empecé a
buscar desesperadamente, sin saber bien porqué.
En un bolsillo pequeño encontré un recorte de diario que decía “Conmoción
en el pueblo: joven de dieciséis años fallecida”. Una fuerte opresión en el
pecho casi me deja sin aire, fueron los peores instantes de mi vida. Continúe
leyendo la noticia. Cada palabra era una puntada en el pecho. Te
fuiste…desangrada por la desesperación. Era mi culpa, te había dejado sola
frente a todo esto. El peso de mi error me aplastó, lloré amargamente.
No
soportaba mi existencia, cada segundo era un calvario. Pensé en matarme, pero
luego me di cuenta que era la salida más fácil. Debía pagar por mi falta, y por
primera vez en mi vida, tenía que enfrentar a los hechos. Era increíble lo
terrible que había sido esto en el pueblo, porque nadie me quiso decir lo que te había
pasado. Tu partida se llevó todo. Solo quería hundirme y jamás regresar. El
mundo me era hostil y la vida una herida absurda. Decidí que lo mejor sería
pagar mi condena entregándote mi libertad. Juré que iría al campo para nunca
volver a salir de ahí. Desde ese día, esta hectárea se volvió mi celda. Hace
cuarenta y cinco años que no he salido de aquí. He aprendido a sobrevivir con
poco. Fue duro, muy duro, pero no tanto como arrebatarte la juventud. No te he
olvidado ni un rato, y he pensado las mil y un maneras de redactar esta carta.
Soñé, sentí y sufrí cada palabra, cada espacio, cada silencio. Volveré a tomar
otra decisión cobarde, espero que sepas entenderme. Te amo”.
Un
estruendo fuerte espantó a las catas. La sentencia se había consumado.
FIN.
Pintura de Alfred Sisley, Meadow, 1875
Rumi