lunes, 8 de julio de 2019

45


En sueños la veía, el inconsciente a veces hacía de las suyas. Lo despertó la jaqueca y el insoportable canturreo de las catas del valle. Sudoroso, como fermentado, miró sus manos y pensó en lo viejo que se había puesto. Taciturno aún, fue a buscar la pala para comenzar  la jornada. Trabajaba duro, para poder llegar exhausto a la noche y así dormirse sin pensar. Cuando esto no alcanzaba el vino lo ayudaba a caer en cualquier lugar del rancho.
Hablaba solo, para matar el silencio. Se fue acostumbrando a su soledad, como a esas cosas que llegan con el tiempo. El frío del otoño le traía recuerdos: el paisaje mutaba y también sus sensaciones. Una noche de mayo, la añoranza y el vino lo embriagaron.  Al otro día, se levantó con una extraña alegría. Saludó a sus perros, y en ayunas se internó en el monte. Un azul grisáceo y denso pintaba el cielo, los nubarrones casi ni se movían, una corriente gélida le estremeció el espíritu. Entumecido, abrió el chiquero…Las cabras salieron escoltadas por los perros. En silencio oía el viento mientras veía al rebaño adentrarse entre los algarrobos. Luego caminó un trecho hasta el establo, para encontrarse con su caballo negro azabache- Gracias amigo, te voy a extrañar-le dijo con un hilo de voz. Acongojado, sollozando bajito, regresó a su morada, aún no había terminado.
El sol aproximaba tímidamente, eran casi las nueve. Caminando despacio, casi sin dejar rastros, llegó al corral de las aves. Agarró dos gallinas y de un tirón les quebró el cogote. Las desplumó como pudo- los perros tendrán comida cuando vuelvan- pensó. Ya en el rancho, se sentó en el lugar de siempre. Tembloroso tomó un lápiz, una hoja en blanco y  escribió:
“Querida mía: estas líneas son para vos. Sé que tendría que haberlo hecho hace unos cuarenta y cinco años, pero aquí van.
Soy un cobarde, lo sé. Y aunque nunca te encuentres con esta carta, te quiero dejar mi verdad…porque no hubo ni un solo día en que no haya pensado en vos. Cuando me dijiste que estabas embarazada sentí un terrible temor, que casi me desmaya. Vos estabas llegando a tus dieciséis y yo apenas dieciocho. No tenía ni idea de la vida, pero lo triste es que aún de viejo sigo sin tenerla. Me acobardaba la situación y huí. Sin rumbo,  anduve por muchos lugares lejanos. Vos era mi única razón para quedarme en el pueblo. Siempre fui solitario, hasta que te conocí. Me moría de angustia por dejarte desahuciada y triste. Pero mi miedo era más grande. Por años pensé en qué decirte al volver. No tuve paz, te pensaba a cada rato. Después de diez años de idas y venidas, un día me decidí,  y regresé. Fue en una noche de mayo. Llegué en el primer tren de la madrugada. No quería que nadie se enterara que estaba de vuelta. Esperé en la estación y busqué albergue en lo de un conocido. Al pasar cerca de tu casa, nuevamente el temor me invadió. Aún te amaba como el primer día.
Mi idea era tener noticia tuyas e intentar acercarme para explicarte mi ausencia. Lo primero que hice al verlo a mi amigo fue preguntarle por vos. Aún me tiemblan las piernas cuando recuerdo su expresión. Ese cristiano empalideció de repente, y se fue…sin decirme nada. Todo ese fin de semana estuve preguntando,  pero solo encontré evasiones. Fueron días de mucho trajín, siempre con sigilo en la penumbra. Entristecido y  sin tener noticias, me sentí frustrado. A la semana, tomé mis cosas y fui a la estación…Mi alma se estrujaba por no encontrarte. Subí a aquel vagón contrariado, con miles de dudas, y luego de media hora de viaje, una extraña atracción me llevó a hurgar el bolso. Empecé a buscar desesperadamente, sin saber bien porqué.  En un bolsillo pequeño encontré un recorte de diario que decía “Conmoción en el pueblo: joven de dieciséis años fallecida”. Una fuerte opresión en el pecho casi me deja sin aire, fueron los peores instantes de mi vida. Continúe leyendo la noticia. Cada palabra era una puntada en el pecho. Te fuiste…desangrada por la desesperación. Era mi culpa, te había dejado sola frente a todo esto. El peso de mi error me aplastó, lloré amargamente.
No soportaba mi existencia, cada segundo era un calvario. Pensé en matarme, pero luego me di cuenta que era la salida más fácil. Debía pagar por mi falta, y por primera vez en mi vida, tenía que enfrentar a los hechos. Era increíble lo terrible que había sido esto en el pueblo,  porque nadie me quiso decir lo que te había pasado. Tu partida se llevó todo. Solo quería hundirme y jamás regresar. El mundo me era hostil y la vida una herida absurda. Decidí que lo mejor sería pagar mi condena entregándote mi libertad. Juré que iría al campo para nunca volver a salir de ahí. Desde ese día, esta hectárea se volvió mi celda. Hace cuarenta y cinco años que no he salido de aquí. He aprendido a sobrevivir con poco. Fue duro, muy duro, pero no tanto como arrebatarte la juventud. No te he olvidado ni un rato, y he pensado las mil y un maneras de redactar esta carta. Soñé, sentí y sufrí cada palabra, cada espacio, cada silencio. Volveré a tomar otra decisión cobarde, espero que sepas entenderme. Te amo”.
Un estruendo fuerte espantó a las catas. La sentencia se había consumado.





FIN.

Pintura de Alfred Sisley, Meadow, 1875


Rumi


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