Probablemente
éstas sean las últimas líneas que pueda escribir. Me buscan por traicionar al
imperio, por desleal. Pero ¿Qué podía hacer yo? ¿Renunciar a mis convicciones?
¿Traicionar mi moral? Me siento devastado...Vienen con dagas y espadas asesinas,
lo sé, pero no pienso ocultarme ni huir. Los imagino extasiados, sedientos de
venganza como fieras salvajes. Ya siento su odio, sus ojos punzantes que
laceran aún más que sus propios cuchillos. Tiemblo de solo pensarlo. Mi espalda
se retuerce, cargo con el peso de su rencor…
No
sé cuánto tardarán. Por lo pronto quiero terminar esta triste carta. Me aflige
pensar que probablemente nadie la lea, quizás ni siquiera se den cuenta de que
está aquí en el escritorio, tan evidente. Quieren mi cuerpo, mis viseras…Quieren
verme arder, sangrar, sufrir, pero eso no es lo que más me atormenta. Solo me
preocupa esta carta ¿qué será de ella? ¿La leerán? ¿O morirá virgen y olvidada
en la podredumbre de éstos anaqueles desteñidos? Me buscan a mí pero no a mi
esencia. Quizás algún anticuario pueda rescatarla del olvido, o no…Lo cierto es
que estoy solo. Esperándolos.
//.
Octubre
en las costas del Corinto. Esperábamos órdenes para zarpar. Por ese entonces yo
estaba bajo la tutela de Jenízaro Abdul Al-Hassin. Mis tareas eran simples,
como la de cualquier otro escriba. Era mi tercera campaña, tenía cierto
prestigio y distinción, gracias a mi buena conducta en las campañas anteriores.
Yo era el encargado de escribir los mensajes para la capital.
Poco
a poco las cosas se fueron complicando. Se corría el rumor de que nuestros
barcos estaban en desventaja con respecto a la flota española, y se hablaba
mucho del poderío de sus milicias. Yo no tenía miedo, confiaba en que Alá
estaba de nuestro lado, sin embargo Abdul se mostraba cada vez más nervioso.
Un
día me encontró cerca de la costa, me preguntó que hacía alejado y le conté
que en mis tiempos libres me gustaba escribir poesía. Abdul, curioso, tomó mi
escrito. No está terminado- me excusé- Cuando lo termines léemelo, me dijo y se
fue. Al día siguiente le recité este poema:
Alzarás la mirada al sol
del occidente,
que las nubes tímidas se
esconden en el este,
trashumantes los sueños
de aquellos solares,
poblados de gloria, sudor
y sangre.
Brilla mi espada, mi
noble consuelo,
y es mi armadura mi fe y
mi sustento.
Migajas de gloria
encubren mi calma,
oleadas de arena procura
mi alma,
calla escondido el sol
plañidero,
que no olvida al hombre
de sueños sinceros.
Y así la mañana encubre
victoria,
y así las noches germinan
derrotas,
es por ello que el
corazón,
se llena de honores al
día de hoy,
encegueciendo los ojos de
aquellos vencidos,
pobres almas
desahuciadas, sin valor, ni compromiso.
Su destino está marcado
por muerte y el olvido.
Salve Alá al sultanato,
larga vida a los jenízaros.
Al
pronunciar el último verso vi que Abdul estaba emocionado e intentaba ocultar
sus lágrimas, quizás no quería mostrarse débil. A mí eso no me importaba
demasiado. Le pregunté si se encontraba bien, y no me respondió. Al cabo de
unos minutos, aún no sé por qué, me echó de su tienda con un tono amenazante.
Al día siguiente, al despertar lo vi de pie al lado de mi catre -Alístate, aquí
tienes una espada y un escudo, pronto estarás en batalla-Desconcertado quise
responderle, pero ya se había ido. Pavoroso, no sabía qué hacer. No tenía
adiestramiento, no estaba entrenado, ni siquiera sabía cómo manejar una espada.
Abdul me estaba condenando a muerte, pero ¿por qué? ¿Acaso fue mi poema? Ya era
muy tarde para lamentos….Desesperanzado, veía cómo se desvanecían mis sueños de
poeta, mis anhelos de una vida tranquila en el campo, mis amoríos, mis afectos,
todo.
//.
Tomé la espada y corrí a verlo a Abdul, no lo
encontraba. Un jenízaro me vio, me paró y me ordenó para que me alistara, ya
que pronto iba a zarpar nuestro barco. Al acercarnos podía sentir el caos que
nos aguardaba. Me temblaban las piernas. Sentía una soledad y una angustia muy
profunda ¿Ese era el lugar para un miserable poeta que por un capricho estúpido
fue arrastrado hacia una vil barbarie? No renunciaba a la idea de encontrar a
Abdul para pedirle que me saque de esta carnicería humana. Debo confesar que
también temía de mis propios compatriotas.
Intentaba disimular mi cobardía, pero mi pálido rostro me delataba. Fue en ese
momento cuando una voz me dijo- Si quieres esconderte ve a la popa. Allí al
costado izquierdo hay un pequeño deposito- Al voltear vi que esas palabras
venían de un esclavo, un viejo remero de rostro arrugado y de mirada cansada-
Que no te vean- auguró, y me fui con la esperanza de poder resguardarme.
Tiré
mi espada y tomé mi escudo para disimular. En el camino escuché que en poco
tiempo estaríamos batallando, entonces apuré el paso. Al parecer no había
nadie, pero cuando me dispuse a entrar, Abdul apareció. Me preguntó qué hacía,
y sin dejarme responder me llevó a proa.
Arribamos
y de inmediato nos formamos para el combate, yo estaba en la tercera fila, con
escudo y sin espada. Me invadían las ganas de huir, pero no podía, me iban a
matar si lo hacía. Ya estábamos listos para el enfrentamiento. Recuerdo que venecianos y españoles nos atacaron por el flanco
derecho, tomándonos por sorpresa. Allí empecé a ver en primera persona los
horrores de la guerra. Nuestros arcabuces llegaron a socorrernos. Se me ocurrió
que lo más seguro era cubrirme detrás de ellos. Pero no era tan fácil, un grupo
de hispanos me bloqueaba el paso. En ese momento nuestra fuerzas contraatacaron. Intenté escabullirme por allí, pero (para mí desgracia) los arcabuces
abrieron fuego cerca de mí posición. Fue en ese instante que vi que un arcabuz
iba a tirar en dirección a un español valeroso. Instintivamente y sin dudarlo,
lo empujé. Sin embargo, no pude evitar que fuera herido, al parecer su mano
izquierda se encontraba muy dañada. Me dijo algo, pero no entendí sus palabras.
Sus ojos de un azul penetrante se mostraban agradecidos. Pavoroso, corrí y me
escondí detrás de nuestros cañones. Allí estuve, hasta que los ataques cesaron.
Poco a poco nuestro ejército vencido iba retrocediendo, tratando de mitigar las
bajas.
Habíamos
sido derrotados. Abdul, que me había visto “solidarizarme” con un enemigo, me
amenazó de muerte. En ese instante supe que apenas pisáramos Estambul mi destino
estaba marcado: sería ejecutado por traidor.
//.
Hace
poco me llegó el rumor que el soldado que salvé también es poeta. Es conocido
por Hispania, se llama Miguel de Cervantes. Esto me trajo paz y felicidad,
porque moriré con la tranquilidad de saber que un poeta pudo salvar, sin
saberlo e instintivamente, a otra poesía. Gracias le doy a Alá por está feliz
coincidencia y le pido que mi suerte sea prospera en el más allá.
Fin.
Autor: Matías Rumilla.