viernes, 17 de agosto de 2018

Lepanto


Probablemente éstas sean las últimas líneas que pueda escribir. Me buscan por traicionar al imperio, por desleal. Pero ¿Qué podía hacer yo? ¿Renunciar a mis convicciones? ¿Traicionar mi moral? Me siento devastado...Vienen con dagas y espadas asesinas, lo sé, pero no pienso ocultarme ni huir. Los imagino extasiados, sedientos de venganza como fieras salvajes. Ya siento su odio, sus ojos punzantes que laceran aún más que sus propios cuchillos. Tiemblo de solo pensarlo. Mi espalda se retuerce, cargo con el peso de su rencor…
No sé cuánto tardarán. Por lo pronto quiero terminar esta triste carta. Me aflige pensar que probablemente nadie la lea, quizás ni siquiera se den cuenta de que está aquí en el escritorio, tan evidente. Quieren mi cuerpo, mis viseras…Quieren verme arder, sangrar, sufrir, pero eso no es lo que más me atormenta. Solo me preocupa esta carta ¿qué será de ella? ¿La leerán? ¿O morirá virgen y olvidada en la podredumbre de éstos anaqueles desteñidos? Me buscan a mí pero no a mi esencia. Quizás algún anticuario pueda rescatarla del olvido, o no…Lo cierto es que estoy solo. Esperándolos.
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Octubre en las costas del Corinto. Esperábamos órdenes para zarpar. Por ese entonces yo estaba bajo la tutela de Jenízaro Abdul Al-Hassin. Mis tareas eran simples, como la de cualquier otro escriba. Era mi tercera campaña, tenía cierto prestigio y distinción, gracias a mi buena conducta en las campañas anteriores. Yo era el encargado de escribir los mensajes para la capital.
Poco a poco las cosas se fueron complicando. Se corría el rumor de que nuestros barcos estaban en desventaja con respecto a la flota española, y se hablaba mucho del poderío de sus milicias. Yo no tenía miedo, confiaba en que Alá estaba de nuestro lado, sin embargo Abdul se mostraba cada vez más nervioso.
Un día me encontró cerca de la costa, me preguntó que hacía alejado y le conté que en mis tiempos libres me gustaba escribir poesía. Abdul, curioso, tomó mi escrito. No está terminado- me excusé- Cuando lo termines léemelo, me dijo y se fue. Al día siguiente le recité este poema:

Alzarás la mirada al sol del occidente,
que las nubes tímidas se esconden en el este,
trashumantes los sueños de aquellos solares,
poblados de gloria, sudor y sangre.
Brilla mi espada, mi noble consuelo,
y es mi armadura mi fe y mi sustento.
Migajas de gloria encubren mi calma,
oleadas de arena procura mi alma,
calla escondido el sol plañidero,
que no olvida al hombre de sueños sinceros.
Y así la mañana encubre victoria,
y así las noches germinan derrotas,
es por ello que el corazón,
se llena de honores al día de hoy,
encegueciendo los ojos de aquellos vencidos,
pobres almas desahuciadas, sin valor, ni compromiso.
Su destino está marcado por muerte y el olvido.
Salve Alá al sultanato, larga vida a los jenízaros.

Al pronunciar el último verso vi que Abdul estaba emocionado e intentaba ocultar sus lágrimas, quizás no quería mostrarse débil. A mí eso no me importaba demasiado. Le pregunté si se encontraba bien, y no me respondió. Al cabo de unos minutos, aún no sé por qué, me echó de su tienda con un tono amenazante. Al día siguiente, al despertar lo vi de pie al lado de mi catre -Alístate, aquí tienes una espada y un escudo, pronto estarás en batalla-Desconcertado quise responderle, pero ya se había ido. Pavoroso, no sabía qué hacer. No tenía adiestramiento, no estaba entrenado, ni siquiera sabía cómo manejar una espada. Abdul me estaba condenando a muerte, pero ¿por qué? ¿Acaso fue mi poema? Ya era muy tarde para lamentos….Desesperanzado, veía cómo se desvanecían mis sueños de poeta, mis anhelos de una vida tranquila en el campo, mis amoríos, mis afectos, todo.
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 Tomé la espada y corrí a verlo a Abdul, no lo encontraba. Un jenízaro me vio, me paró y me ordenó para que me alistara, ya que pronto iba a zarpar nuestro barco. Al acercarnos podía sentir el caos que nos aguardaba. Me temblaban las piernas. Sentía una soledad y una angustia muy profunda ¿Ese era el lugar para un miserable poeta que por un capricho estúpido fue arrastrado hacia una vil barbarie? No renunciaba a la idea de encontrar a Abdul para pedirle que me saque de esta carnicería humana. Debo confesar que también temía de mis propios compatriotas. Intentaba disimular mi cobardía, pero mi pálido rostro me delataba. Fue en ese momento cuando una voz me dijo- Si quieres esconderte ve a la popa. Allí al costado izquierdo hay un pequeño deposito- Al voltear vi que esas palabras venían de un esclavo, un viejo remero de rostro arrugado y de mirada cansada- Que no te vean- auguró, y me fui con la esperanza de poder resguardarme.
Tiré mi espada y tomé mi escudo para disimular. En el camino escuché que en poco tiempo estaríamos batallando, entonces apuré el paso. Al parecer no había nadie, pero cuando me dispuse a entrar, Abdul apareció. Me preguntó qué hacía, y sin dejarme responder me llevó a proa.
Arribamos y de inmediato nos formamos para el combate, yo estaba en la tercera fila, con escudo y sin espada. Me invadían las ganas de huir, pero no podía, me iban a matar si lo hacía. Ya estábamos listos para el  enfrentamiento. Recuerdo que venecianos y españoles nos atacaron por el flanco derecho, tomándonos por sorpresa. Allí empecé a ver en primera persona los horrores de la guerra. Nuestros arcabuces llegaron a socorrernos. Se me ocurrió que lo más seguro era cubrirme detrás de ellos. Pero no era tan fácil, un grupo de hispanos me bloqueaba el paso. En ese momento nuestra fuerzas  contraatacaron. Intenté escabullirme por allí, pero (para mí desgracia) los arcabuces abrieron fuego cerca de mí posición. Fue en ese instante que vi que un arcabuz iba a tirar en dirección a un español valeroso. Instintivamente y sin dudarlo, lo empujé. Sin embargo, no pude evitar que fuera herido, al parecer su mano izquierda se encontraba muy dañada. Me dijo algo, pero no entendí sus palabras. Sus ojos de un azul penetrante se mostraban agradecidos. Pavoroso, corrí y me escondí detrás de nuestros cañones. Allí estuve, hasta que los ataques cesaron. Poco a poco nuestro ejército vencido iba retrocediendo, tratando de mitigar las bajas.
Habíamos sido derrotados. Abdul, que me había visto “solidarizarme” con un enemigo, me amenazó de muerte. En ese instante supe que apenas pisáramos Estambul mi destino estaba marcado: sería ejecutado por traidor.
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Hace poco me llegó el rumor que el soldado que salvé también es poeta. Es conocido por Hispania, se llama Miguel de Cervantes. Esto me trajo paz y felicidad, porque moriré con la tranquilidad de saber que un poeta pudo salvar, sin saberlo e instintivamente, a otra poesía. Gracias le doy a Alá por está feliz coincidencia y le pido que mi suerte sea prospera en el más allá.




Fin.

Autor: Matías Rumilla.