Quemaba el sol del
mediodía cuando Pedro llamó. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que
se había comunicado conmigo y me sorprendía su llamada. Dubitativo, agarré el
teléfono: ¿Pedro? ¿Sos vos? ¿Dónde andas? Acá en casa se te extraña. No
respondió nadie. Solo se escuchaba un inquietante jadeo. Pedro, hermano, decime
¿necesitas algo? Solo silencio. De repente escuché un grito que parecía muy lejano, y al instante, la llamada se cortó. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, me temblaban las manos. Me sentía triste e impotente.
Quería saber donde estaba mi hermano, y no pude contener las ganas de llorar.
La mesa estaba servida, Mercedes
hizo lasaña, mi comida favorita, pero no tenia hambre. Ella al verme, me tranquilizó y me
empezó a contar una historia, yo taciturno me dispuse a escucharla. “Recuerdo
cuando era niña, mi papá, siempre me
llevaba a pasear a la estancia de mis abuelos. Él era un hombre muy sabio y yo
muy curiosa. A cada rato le preguntaba sobre cosas de la vida y de la naturaleza, y él respondía inteligentemente
cada una de mis infantiles dudas. Un día le pregunte si existe algo bueno en
las cosas malas y si existe algo malo en las cosas buenas. Él respondió que sí, porque esa era la manera
en que el todo encontraba su perfecto
equilibrio cosmológico. No entendí bien el concepto, mi corta edad no me
permitían saber a ciencia cierta qué era lo que me había dicho. Mi padre notó mi
confusión y me explicó su respuesta tomando un ejemplo práctico. Me preguntó si
sabía cuál era día en el que morían más caracoles en la estancia, sorprendida,
le conteste que no, porque me parecía imposible saberlo. Entre risas me dijo
que los días posteriores a la lluvia, la estancia se convertía en un verdadero matadero de caracolitos. La razón
principal, era la humedad del barro, que atraía a los caracoles hacia los
senderos por donde habitualmente transitaban las personas del lugar.
Imperceptibles a la vista, la gente los pisaba indiscriminadamente y sólo se
percata de ellos al escuchar el crujido bajo sus zapatos, reventando a estos
pobres bichitos sin piedad alguna. Seguía algo confusa y no terminaba de
entender cuál era el punto de tan trágico ejemplo. Él continúo explicándome que
los caracoles encontraban muchas satisfacciones en el barro del sendero. Esos
diminutos y viscosos animales, necesitaban y ansiaban la humedad de la tierra.
Es decir encontraban en ella, una especie de felicidad salvaje. Pero esa dicha podía llegar a costarles muy
caro, llevándolos a una muerte segura. Entristecida y dolida, le pregunté ¿Si
es tan importante la humedad para esos bichos cómo para qué estén tan dispuestos
a morir por ella? Mi padre, inmenso, me dijo…Sí Mercedes, porqué aquí en la estancia
casi ni llueve. Por eso, cada aguacero es un paraíso para esos caracolillos que
permanecen ocultos, en las escazas humedades de la estancia. Al decirme esto, comprendí todo.
¿Y eso te sirvió? Le
pregunté. Aún inmersa en algún viejo recuerdo de la infancia, Mercedes me
contestó: Quizás…A veces trato de vaciarme, de
no pensar demasiado y cuando me siento mal, esta idea me consuela. Levantó su
mirada y continúo...Lo mismo debe
sucederle a Pedro, por eso no te debes angustiar. Él se fue persiguiendo un
ideal revolucionario, un sueño, un anhelo, una esperanza. Motorizó su deseo. Y aunque
lo extrañas, y lamentas su ausencia, tenés que entender qué Pedro está bien, porque
está en lucha. Que no es una lucha cualquiera, es su lucha y a ella le entrega su vida, por amor, por convicción.
Allí florece su esencia, allí está su felicidad. Aunque sabe que su vida esté en peligro, su
convicción lo moviliza, porque al igual que los caracoles necesitan humedad,
Pedro necesita de esa revolución. Ese
es su anhelo, su gran deseo.
Estaba paralizado. Luego,
Mercedes me abrazó y me tranquilizó. Fuimos a la cama e hicimos el amor
apasionadamente. Me quedé pensado en Pedro. Al mes me llegó una carta de él. Me
decía que se encontraba en tierras uruguayas, y aún seguía en plan de lucha.
Cuatro días más tarde, recibí una llamada, esta vez fue mi madre.
*Pedro Ignacio Viera fue
fusilado el 12 de abril del ‘77, en una comisaría de Montevideo.
Fin.
12/04/2018. Matías Rumilla.